En 1964, inspirado en el mito de Pigmalión, Robert Rosenthal (un profesor de psicología social de la Universidad de Harvard) inició un famoso experimento educativo.
Primero, aplicó una prueba de inteligencia a un grupo de escolares. Acto seguido, dividió al grupo en dos clases, al azar. A la profesora del primer grupo le dijo que tenía a cargo a estudiantes normales; a la del segundo grupo le señaló que sus estudiantes eran chicos “situados por encima del promedio, de los que se podía esperar progresos notables”. Claro está, la diferencia entre los dos grupos era pura ficción.
Al final del año, Rosenthal volvió a aplicar la prueba a todos los estudiantes. El resultado fue que los chicos del grupo experimental (los falsamente descritos como superdotados ante sus profesores) habían mejorado mucho más que el grupo de comparación.
Así las cosas, aunque los dos grupos eran igualmente competentes, las expectativas de sus profesores eran muy distintas.
La predicción de Rosenthal probó ser correcta: al darles información de que ciertos estudiantes eran más inteligentes que otros, sus profesores se comportaban inconscientemente de manera que el éxito de estos estudiantes se viera facilitado.
Primero, aplicó una prueba de inteligencia a un grupo de escolares. Acto seguido, dividió al grupo en dos clases, al azar. A la profesora del primer grupo le dijo que tenía a cargo a estudiantes normales; a la del segundo grupo le señaló que sus estudiantes eran chicos “situados por encima del promedio, de los que se podía esperar progresos notables”. Claro está, la diferencia entre los dos grupos era pura ficción.
Al final del año, Rosenthal volvió a aplicar la prueba a todos los estudiantes. El resultado fue que los chicos del grupo experimental (los falsamente descritos como superdotados ante sus profesores) habían mejorado mucho más que el grupo de comparación.
Así las cosas, aunque los dos grupos eran igualmente competentes, las expectativas de sus profesores eran muy distintas.
La predicción de Rosenthal probó ser correcta: al darles información de que ciertos estudiantes eran más inteligentes que otros, sus profesores se comportaban inconscientemente de manera que el éxito de estos estudiantes se viera facilitado.
No por conocida deja de sorprender la historia. Parece mentira que la expectativa de los profesores pueda influir de tal manera en las calificaciones de los alumnos, pero así es, mis queridos amigos, confirmado lo acertado del título del blog, ya que parece demostrar que todo puede ser diferente según nuestras propias expectativas. Y como ya he explicado en alguna ocasión, dos son los motivos.
Por un lado, la expectativa de los profesores condiciona su atención, y por tanto, la recogida de información por parte de los mismos; y por otro, la misma expectativa condiciona su comportamiento, y éste a su vez, el comportamiento de los que los rodean.
En concreto, en la historia que nos ocupa, la investigación demostró lo siguiente:
En colaboración con Lenore Jacobson, directora de la escuela, Rosenthal descubrió lo siguiente: los profesores que creían que un alumno era bueno, le sonreían con más frecuencia, lo miraban más tiempo a los ojos, le daban más retroalimentación (sin importar si sus respuestas eran correctas o incorrectas) y sus reacciones de elogio eran más claras.
¿Y por qué me apetecía hoy contar esta historia? Pues porque con esta disertación vuelvo a conectar con la anterior entrada, aún reciente, sirviéndome para resaltar lo peligroso de poner etiquetas a los demás, ya sean nuestros hijos u otros adultos como cónyuges o compañeros de trabajo. Si estas son negativas pueden producir efectos nefastos entre los que nos rodean y en nuestras relaciones (sobre todo nuestros hijos, ya que los efectos será mas permanentes), mientras que si generamos expectativas positivas es muy probable que los demás hagan un esfuerzo por cumplir dichas expectativas y recibir reconocimiento. Como decía Dale Carnegei en su fantástico libro "Como ganar amigos", dele a los demás una buena reputación a la que hacer honor, y después elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea caluroso en su aprobación y generosos en sus elogios.
Ya lo sé, fácil no es. Y es que nos guste o no, tendemos a ser muy rígidos con nuestros mapas aunque la realidad se empeñe en contradecirlos, pero si no somos flexibles con lo mismos, adaptando y actualizando creencias, lo más probable es que esos mapas no nos sirvan y nos lleven lejos de nuestro destino, y además, no habrá ser humano que pueda ayudarnos. Y si no me creéis, preguntádselo al protagonista de la siguiente historia..
Un hombre firmemente convencido de que está muerto, decide, presionado por su familia,
acudir al psiquiatra.
PSIQUIATRA: Bien, dígame usted que le pasa.
MUERTO: La verdad es que a mí no me pasa nada, simplemente mi familia no se cree que yo
esté muerto, y han insistido en que venga a verle.
PSIQUIATRA: ¿Y usted está completamente seguro de que está muerto?
MUERTO: Pues claro, si lo sabré yo...
PSIQUIATRA: Bueno, en ese caso, dígame usted si cree que los muertos pueden sangrar.
MUERTO: ¿Sangrar? Por supuesto que no.
El psiquiatra le pide entonces al sujeto que se suba la manga de la camisa y extienda el brazo
sobre la mesa de consulta. Sin previo aviso le pincha con una aguja, y como consecuencia de
ello una gota de sangre fluye sobre el brazo del paciente.
Satisfecho de su ingeniosa idea, el psiquiatra aguarda la respuesta deseada.
PSIQUIATRA: Bien, ¿y ahora, que me dice usted...?
MUERTO: Pues que yo estaba equivocado...es evidente que los muertos...¡ sí pueden sangrar!
Un abrazo